“Anoche en tu (mía) soledad” de Carlos J. Creppy convierte al amor en fundamento del conocer e indirectamente en luminoso constructor del ser. Su poesía tiene ese velo de la niebla o algo de ese suspendido profundo oleaje de las humaredas, pinceladas de melancolía, gajos otoñales, un trozo de piel o enramada donde guarecerse. Dice del silencio de la sangre a la vez que de sus infiernos. Algo de los sinsabores y sin embargo mucho de la dulzura, corolas y zumbidos en pillaje y néctar (“proclamo haberte encontrado enjambre, / savia, fértil semilla”). Mucho de la desnudez y todo el deseo (“Y pude degustar la fruta que robé de la mesa de tu espalda” o ir “Desde el norte de tus labios al sur bañado de mujer…” o estarse en “la tempestad de su cuerpo que es ‘amado filo”). Dice de inquietas mudanzas donde se llenan cajones con mieles, flores como cuerpos y frágiles frutos. Donde se embalan coloridas, sensuales, eróticas músicas y latidos que superponen recuerdos y olvidos. Hay algo del temblor de los álamos en la poesía de Carlos J. Creppy. Cierta clandestinidad porque se hace cuerpo, exploración de la intimidad. Hay mucho de las tormentas, de lo animal y de lo imprevisto (“Palpo el sexo de la memoria”, “Como lobos rodeando la carne”, “Te apreso como animal en celo”…). Mucho del crecimiento invisible de los helechos, de ese instante en que se presiente el miedo (“catástrofe en ‘sus’ dedos”) o de ese suspenso que le pone cuerdas al viento aunque a veces el viento surrealistamente transforme sus manos en bocas y la piel de ella en: sangre, perfume, sol. Carlos Creppy en este poemario hace referencia a la esencia dinámica del amor en el torrente de lo vital. Habla de ese acompañamiento o encuentro del espíritu con la piel. Cae, se enreda y, a veces, la sobrevuela.