¿Por qué será que nuestra literatura futbolística –otrora escasa– proliferó en los últimos años y en forma de cuento?
Curiosamente, en un país futbolero como Argentina, las letras no dejan testimonios escritos sobre tácticas-estrategias, técnicas, enseñanzas del juego, historias, o biografías de cracks e ídolos. El género usado es el cuento, y su contenido, la fantasía.
Es que el fútbol es una pasión sin reglas, gobernado por un órgano que le gana por varios cuerpos la pulseada al cerebro: el corazón.
De allí que no importe entenderlo ni saber jugarlo, ni ser memorioso, o acopiar datos y estadísticas –que los muy fanáticos igual las manejan, pero por ósmosis, no por estudiarlos–, sino estimular sentimientos, despertar recuerdos, revivir glorias, nostalgias y esencias, o exaltar los colores amados, aunque sea de un club de barrio.
Por eso en los cuentos, como en nuestras infancias, la realidad y la fantasía se dan la mano románticamente, mezclándose vivencias y deseos, explicando lo inexplicable. La magia y los sueños cobran realismo, y en ellos somos los protagonistas directos o indirectos de cada historia, pero nunca solos. Nos acompaña siempre cada hijo de vecino representado a su modo, como en la tribuna. Y está también nuestro equipo íntimo, como en el potrero: padres, hijos, hermanos, tíos, amigos, novias, parientes y amores. Todos en la misma historia, unidos por un universo en miniatura que entra en una pelota, que no de casualidad también es redonda.
Gustavo Nigrelli