En las tardes de lluvia, cuando los niños no pueden salir a jugar, los duendes y las hadas conspiran acurrucados en los ventanales húmedos, queriendo escapar de los zócalos, o resbalándose de los tarros de azúcar, recordando otros tiempos, cuando alguna mamá con olor a canela, preparaba tortas fritas, o buñuelos de manzanas. Y alguna abuela nos contaba historias de su infancia, allá en su provincia lejana.Los duendes y las hadas no pueden precisar bien estos momentos; como son eternos, creen que fue apenas ayer. Ignoran todo lo que tiene que ver con los tiempos actuales, y no entienden por qué la mayoría de los chicos de hoy pasan horas frente a ese juguete tan extraño, con figuras que parecen moverse mágicamente, pero que no tienen nada que ver con la magia que ellos conocen.Es en los días de lluvia cuando se sienten más nostálgicos, extrañan los juguetes desparramados por toda la casa; esas vastas ciudades que construían los chicos, o los pueblitos minúsculos de casas pintorescas hechas con cajas en desuso, donde una planta de mamá se convertía en un árbol. Los chicos hacían volar su imaginación y una vía de ferrocarril pasaba por ese pueblo. Una locomotora destartalada se detenía en la estación para que subiera alguna damita imaginaria, y volvía a partir. Afuera la lluvia arreciaba, en casa había olor a buñuelos, y nada nos podía pasar porque en todas las estaciones se trepaban las hadas.Beatriz Fernández Vila