La mirada recorre las líneas que componen cada uno de los poemas y, poco a poco e impensadamente, traspone umbrales donde las palabras tensan encajes cercanos e íntimos. Un cruce implacable de sensaciones donde los espacios son puertas que abren interiores y revelan el otro lado del juego. Las voces se sueltan y las utopías de sueños sin dueños implosionan las fronteras del silencio y de la memoria hasta despertar al olvido. El poeta dibuja un paisaje, se adueña, le cede su pasión y deviene una búsqueda que gira en nuestro entendimiento como lo hace la vuelta al mundo en el parque de diversiones. Gira y gira hasta que descubrimos al otro y a nosotros mismos desatando ilusiones, y aprendemos a mirar como se mira a través del cristal, y ya no entendemos hacerlo de otro modo. El sol estará en los patios, las sombras descubrirán todos los instantes. Los poemas han encendido lámparas para que guardemos la vida que nos da la palabra. Para enseñarnos, que se puede aún cuando nos ciegue el dolor, dejar pasar a las nubes del invierno para aguardar los perfumes del estío. No cambiaremos al mundo, tampoco podemos transformarnos en barquitos de botella pero sí, intentar el rescate como la rama cuando la mece el viento de primavera. Un vuelo y un deseo. Un desafío único y plural de sentir la vida. Un vuelo íntimo de afanes impostergables que seducen, se esfuman y reaparecen para avivar el fuego que nos habita la piel y registra el tiempo que nos toca vivir. Una cita imprevista que guarda un misterio secreto. Un hueco que suele enseñarnos que nada es fugaz ni finito. Marta Mutti