La insania se ha convertido en una especie de conducta común, natural y hasta sensata en los seres humanos de estos últimos revolucionados siglos. Tal pareciera que lo realmente normal es esta especie de neurosis colectiva en la que nos fuimos encaminando a vivir y el hoy por hoy, el día a día de nuestros pasos, se ha convertido en un vivencial surrealismo donde desdibujamos lo palpable y lo onírico empieza a ser la fotografía más fiel de las almas y la forma actual de vivir nuestras circunstancias. Sin embargo, no son de locura ni locos estos relatos que he seleccionado, son, más bien, una muestra pequeña de esa nueva forma de describir nuestros tiempos que los nóveles autores han ido adoptando casi espontáneamente sin ningún tipo de cuestionamientos psicológicos, emocionales o sociológicos; simplemente cuentan la realidad extraña en la que nos hemos sumido gradualmente y casi sin darnos cuenta. De este modo encontraremos un niño que para escapar del dolor de una realidad de maltratos correrá a un mundo de hielo y frío donde se siente infinitamente mejor en vez de, por ejemplo, un parque; o tal vez veremos a un fantasma que disfruta enormemente poder espiar a su amante esperando hasta que recibe la noticia de su muerte e incluso viajaremos por una Buenos Aires absolutamente universal con cataratas del Niágara y una avenida 9 de junio, la más angosta del mundo donde la gente solamente puede pasar en fila india; hasta llegaremos a esa realidad donde la otra es la mujer de los papeles y la titular al final siempre termina siendo la amante “intrusa”… veremos así cómo es realidad esa imagen de la serpiente que se muerde la cola y la historia parece siempre repetirse bajo lluvias y noticieros fatídicos. El padre del surrealismo del siglo XX –y me atrevería casi a decir realismo del XXI– Salvador Dalí, decía que “Hoy, el gusto por el defecto es tal que solo parecen geniales las imperfecciones y sobre todo la fealdad. Cuando una Venus se parece a un sapo, los pseudoestetas contemporáneos exclaman: ¡Es fuerte, es humano!” y definitivamente, lejos de cualquier tono de crítica que esta frase pudiera contener, estaba en lo cierto. No se trata ya de fealdad o imperfección, se trata de lo grotescamente natural que es lo imperfecto y cómo nosotros hemos ido aceptando esa sentencia hasta convertirla en bandera de nuestra esencia, lo genial es lo humano, lo genial es la neurosis, lo genial está fuera de las reglas hasta ahora conocidas y el tiempo, el espacio y las formas ya no corren por el molde que tanto quisimos imitar sino por este que realmente somos. También declaró Dalí que “lo único de lo que el mundo no se cansará nunca es de la exageración” y desde que García Márquez y los escritores del llamado “Boom latinoamericano” crearon y experimentaron el Realismo Mágico y lo llamado Real Maravilloso Americano, hemos notado cómo también acertó en esa descripción de nuestra opulencia. Nos gusta lo infinito, lo grandioso, lo increíble, lo imposible o, mejor dicho, la alteración de lo posible hasta niveles que vayan cada vez más allá de lo alcanzable por una imaginación que nunca fue limitada y es lo que en esencia nos describe como seres “inteligentes”; porque la imaginación lleva la exageración per se, ¿cómo no exagerar si no hay ninguna frontera? Es nuestra naturaleza, intentar llegar siempre al límite y, si no lo hay, buscarlo hasta el último momento y en todas las artes posibles. La escritura es tal vez una de las que más pone en evidencia esa necesidad de forzar las propias capacidades imaginativas de nuestra mente y los escritores que forman parte de esta selección han ejercitado esa capacidad seguramente sin pretensiones sino tan naturalmente como describió Gabriel: un hilo de sangre casi eterno. Cantares de la incordura son estos textos que no hablan de demencia, no son una oda a la locura y tampoco siguen la línea de lo ilógico, son “incordura” porque siguen su propia línea, fuera de moldes preestablecidos y lugares comunes y, en honor a su estilo inequívoco y seguro, surge la palabra “incordura” para definir lo indefinible sin rebajar lo tangible a una simple demencia colectiva. Es nuestro hoy, el presente que nos toca o al que hemos caminado y tal vez, cual dioses, moldeado a nuestra real imagen y semejanza. Adriana Guerrero Medina